
Hace algunos años, era una preadolescente, conocí a una maestra jubilada, pasamos (mi madre, mi hermana y yo) un día frente a su casa, nos llamó con alegría, ella estaba frente a su casa, quiso el destino que ese día la encontráramos, no digo «conociéramos» en el pueblo donde crecí todos saben quién es cada uno. Así que entablamos una amena conversación, y la conversación nos llevó a los libros, nos hizo entrar a su casa ¡Era una coleccionista! nunca había visto tantas maravillas juntas, eran libros antiguos de pasta gruesa con ese olor característico a lignina.
Al ver nuestra emoción nos prestó unos cuantos, los llevamos a casa con mucha ilusión, los leímos; eran novelas hermosas, llenas de romance, aventura y sueños hechos realidad.
Desde ese día la visitamos a menudo, era una señora viuda y había perdido a su hija, vivía sola, era una de esas personas que nunca se olvidan, ella me regaló el libro que me salvo muchas veces del aburrimiento, la tristeza y la impotencia; me hizo soñar. Ese libro va conmigo a todas partes, desde que lo tengo en mis manos, es mi cómplice, un compañero y diario a la vez.
